– ¡Qué bien estás, mujer! ¿Qué haces para tener una figura de dar envidia? Los años no pasan para ti.
Todos le hacían elogios, salvo algunos vendedores populares, que la llamaban tía, con aires de querer decir vieja tía. Aún no le apodaban abuelita, pero algunos años más… Seguro que Dolores no aparentaba los sesenta y siete años. No era delgada ni gorda, tenía una esbeltez cultivada por la gimnasia desde los quince años, por lo menos.
Mujer dicha moderna, intentaba seguir las reglas de la moda, sin miedo de parecer ridícula. A veces, usaba la falda arriba de la rodilla, portaba la blusa apretada marcándole los senos y la cintura, una moda para las chicas jóvenes en el 2010, que las mayores no debían adoptar. Salvo cuando conservan un cuerpo perfecto, lo que es casi imposible para la mayoría de las brasileñas, adeptas de los frijoles con arroz.
Su pesadilla, la edad. Pensaba en las cosas excitantes que el cuerpo y las costumbres le prohibían, y se angustiaba. Hasta los cuarenta y pico, era posible tener fantasías de fiestas monumentales, trajes nuevos en todo momento, miles de amigos, novios y, en seguida, un marido siempre compañero de juerga.
Hijos criados, marido muerto, la amenaza de la soledad le manchaba la vida, enflaqueciéndole las ganas de experimentar todas las sensaciones. Pasito a paso, la depresión envolvía su alma, su cuerpo empezaba la marcha inexorable al encogimiento, produciéndole una curvatura de espaldas.
Siempre había evitado mirarse al espejo, pues el temor de la verdad la asombraba. Desviaba el rostro o se daba un vistazo. Jubilada, tenía tiempo libre para largas miradas. Seguro que no era su propio rostro lo que le exhibía el reflejo: lleno de arrugas, sobre todo, las clásicas alrededor de los ojos y de la boca; la piel flácida en el cuello; el pelo oscuro rareándose en la cabeza, las canas obstinándose en salir en la raíz… La “tercera edad” llegara para jamás irse.
Así que el nieto ha concentrado sus esperanzas de una existencia sin atropellos, de retorno a las carcajadas y no, de emociones masacradas por el destino. No le interesaban los demás, aunque fueran personas de apelo evidente. Deseaba el calor del bebe, desde el instante en que lo había visto.
Le encantaba verlo sonreír, mientras ella le hacía muecas graciosas, le hacía bromas o se reía con él. Orgullo de ser la primera persona a recibir su sonrisa. Después, a los nueve, diez meses, los primeros pasitos: Dolores estaba allí para darle confianza, hacerlo sentirse capaz. ¡Como le gustaba el baño de la tarde! Un momento mágico de alegría y confusión, vivido por los dos.
El nieto le garantizaba una vida sin problemas porque ella los echara a la basura, excepto los días en que no estaba cerca del niño. Pero lo esperaba con la certeza de que volvería a sus brazos. La madre trabajaba fuera de casa, necesitaba una abuela libre de compromisos, para cuidar de su hijo en su ausencia. ¡Qué maravilla!
Los feriados y fines de semana eran un poco más tristes: los padres deseaban la presencia del niño y ella tenía que vivir de los preparativos para recibirlo a la semana siguiente. Además, ¡qué mierda! era obligada a disputarlo con la abuela materna, señora en situación semejante de edad, pero con el marido vivo. A veces, sentía ganas de matarla, se lo confesaba a las amigas por teléfono – porque se acostumbrara a hablarles al teléfono, por supuesto.
– ¡Figúrate! Pasarán como tres días sin tenerlo para mí. Esa mujer es terrible: vive una vida regalada y no nos deja en paz.
Dolores vertía un chorro de palabras a respeto de su angelito, a punto de no oír lo que decían las antiguas amigas. Las nuevas no, porque no las tenía.
– Sin mi nieto, prefiero morir. Su aparición en mi vida me ha conducido por la ruta de la felicidad casi perdida. Abuela es madre con azúcar, tú sabes.
Una mujer no abdica de los placeres, sino cuando la vejez la llama a la puerta, a los setenta años o más. Entonces, hay que optar, como el poeta Robert Frost, por una de dos carreteras: la vida sin sal, sin expectativas, o la dedicación a alguien que nos torne las transformaciones menos dolorosas. Una labor diferente no es fácil para una vieja, el interés por la caridad, por los pobres no siempre es una vocación, una habilidad especial, pintar, bordar, tejer… no es para todas, por más que sean demasiado calmas para mujeres como Dolores, por ejemplo.
Peor, las señoras más viejas tienen que refrenar los deseos de la carne, expresión de los católicos antiguos, aceptar las limitaciones sociales, ocuparse con otros pensamientos. Ningún hombre, en nuestro mundo occidental, se interesa sexualmente por mujeres de sesenta años o más: prefieren preservar la masculinidad y la vanidad con chicas más jóvenes.
Es así que tienen que llevar la vida sin rizar el rizo, sin quejas ni exigencias, para no alejar a los demás. Y a esta hora los nietos surgen como regalo de Dios. Vienen en la época cierta, llenando los abuelos de nueva niñez, a los jubilados de quehaceres placenteros. Orgullosos, van por las calles empujando los cochecitos de bebe, sustituyendo a las mamás, sobre todo durante el día, porque a la noche, ellas vuelven a buscar a los hijos.
Quiero seguir cada progreso del nieto, las tentativas de sentarse, de caminar, de hablar, dividiéndolo con los padres, a veces, mimándolo en demasía, ¡por qué no!”, pensaba Dolores con entusiasmo.
Su único miedo, el momento en que los padres no confiasen más en sus fuerzas para encargarse de los trabajos. Sí, porque la vejez no se detiene. Un movimiento brusco de la cabeza o de las rodillas y todo se complica. Si llega la hora de caídas o enfermedades serias, mucho peor. Ella conocía mujeres que no se movían de la casa, ni siquiera para visitar a la familia. Rezaba día y noche para que su santo preferido le concediese la gracia del acceso al nieto para los años que le faltaban vivir.
La mañana de aquel día funesto llegó con sol fuerte de verano, que no le invadió su lecho vacio de mujer sin ninguna compañía, ni la invitó a irse a la playa. Abrió los ojos lenta y progresivamente.
Miró al techo de su habitación por instantes. No comprendía porqué razón no deseaba empezar la vida cotidiana. Alguna cosa no estaba en su lugar. ¿Sería el calor? ¿La lámpara que dejara encendida toda la noche? ¿La ventana de madera cerrada sofocándole el aire? ¿La brisa fresca que se olvidara de su ciudad de calor sin cesar? ¿Las nubes amenazadoras de lluvia y tronadas desde las primeras horas de la mañana? ¿El marido que no pasara la noche a su lado? ¿La hija que no quería vivir en una ciudad grande tan difícil? ¿El avance de la criminalidad por todas partes? ¿El amigo enfermo que no se curaba?
Intentó oír los ruidos comunes de la casa: los pasitos de la empleada, el ron-ron-ron de la heladera vieja, el trino de los dos pajaritos de siempre en su ventana, la voz disfrazada de los vecinos…
Se quedó sin moverse. Y, para su desesperación, comprendió todo: era la ausencia del nieto que jamás había tenido. Entonces, lloró.
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